Poemas documentales de Jacqueline Goldberg

I. Autopsia
La información que disparó la serie de poemas


Obra de Rembradt que nada tiene que ver con los textos pero que siempre fue imagen presente


EL NACIONAL / Sucesos
27/11/2003
Practicarán exámenes psiquiátricos a joven que veló casi un mes cadáver del hermano
Edgar lópez


La posibilidad de que Henry Astudillo, técnico en electricidad de 34 años de edad, haya fallecido a causa de un infarto orienta a los investigadores policiales. Lilian Beatriz, la hermana del fallecido, permanece en el hospital Vargas
EDGAR LÓPEZ En la cama 15-A del servicio de emergencia del hospital José María Vargas yace Lilian Beatriz Astudillo Tamaronis, la mujer de 34 años de edad que fue hallada el domingo, casi a punto de morir por deshidratación, luego de permanecer aproximadamente un mes al lado del cadáver descompuesto de su hermano, Alejandro Henry. A media mañana de ayer estaba alimentada por suero y la vigilancia afectuosa de una sobrina que no terminaba de asimilar la delgadez y palidez extremas de su tía. Según presume su hermano mayor, Ángel Flores, Lilian Beatriz no habría perdido totalmente la conciencia, de modo que no habría dejado de sufrir desde que falleció Alejandro Henry. "Ella todavía no puede hablar, pero parece que sí escucha", relató. "El martes me le acerqué y me apretó la mano. Trataba de decirme algo, pero no podía". Según explicó el director del hospital, Manuel Rojas, no obstante los daños causados por la deshidratación, los exámenes realizados a la paciente no revelan enfermedad alguna. Las tomografías tampoco indican anomalías que pudieran inferir trastornos mentales severos. En todo caso, y con el auxilio de los familiares que la acompañan, ayer la joven sería sometida a una evaluación psiquiátrica más exhaustiva.

Depresión y cardiopatía 
Desde hace dos años, cuando su madre falleció, Alejandro Henry y Lilian Beatriz vivían sin más compañía en el apartamento 22 del edificio Lino, ubicado entre las esquinas Avilanes y Cardones de La Pastora. Ángel Flores aseguró que sus dos hermanos menores siempre fueron normales, aunque nunca se les conoció parejas o amigos íntimos. Alejandro era técnico electricista, había iniciado estudios de Ingeniería en la Universidad Central de Venezuela y en los últimos meses había estado dedicado a reparar equipos de fotocopiado, como trabajos a destajo. En cuanto a Lilian, dijo que era técnica superior en Informática, pero que no ejercía la profesión en forma regular: "Siempre fue una muchacha sobreprotegida por mi mamá y por ello le afectó tanto su muerte. Ni yo ni nadie podría explicar por qué se echó a morir al lado del cadáver". Ángel Flores descartó la posibilidad de que Lilian haya tenido responsabilidad alguna por la muerte de Alejandro. El hermano mayor, al igual que los investigadores del caso, esperaba los resultados de los exámenes forenses para precisar la causa del deceso. Sin embargo, llamó la atención sobre la posibilidad de que haya sido un infarto, pues el joven sufría de una cardiopatía congénita. Los vecinos, y en particular la conserje del edificio Lino, Jenny Ramírez, dijeron que las últimas veces que se dejó ver, Alejandro estaba muy delgado y aparentemente deprimido. "Parece que estaba desempleado y agobiado por las deudas, entre ellas con el condominio", acotó Ramírez. Por otra parte, los habitantes del edificio no dejaban de extrañarse por el excesivo retraimiento de Lilian, quien sólo salía a la calle acompañada de su hermano y siempre andaba cabizbaja y de brazos cruzados.

Sólo un mal olor 
La presunción de muerte natural también está en la mente de los funcionarios de la División contra Homicidios del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas. En este sentido, llama la atención que no hubo signos de violencia sobre las cosas y las personas halladas y la excelente relación que mantenían los dos hermanos. Los vecinos también coincidieron en asegurar que durante todo el tiempo que permanecieron encerrados Lilian y el cadáver de su hermano, nadie los visitó ni hubo indicio alguno de anormalidad, excepto el mal olor que, cada vez con mayor intensidad, emanaba del apartamento. A los bomberos se les oyó describir lo que encontraron el domingo pasado: el cadáver estaba envuelto en una sábana verde sobre la cama ubicada en una de las habitaciones y extrañó que se encontró sal y otras sustancias como amoníaco presumiblemente para retardar la descomposición del cuerpo. En el piso de la sala y boca abajo fue hallada Lilian.
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EL NACIONAL / Sucesos
28/11/2003
Esperan exámenes toxicológicos 

El cadáver de Henry Alejandro Astudillos Tamaronis, de 38 años de edad, hallado la noche del domingo en el apartamento 22, segundo piso del edificio Lino, en La Pastora, permanecerá en la División de Medicina Legal del Cicpc hasta que los patólogos tengan los resultados de los exámenes toxicológicos que se efectuaron a las vísceras del occiso para establecer las causas de la muerte. Alejandro Astudillos, padre del fallecido y de Lilian Beatriz, de 34 años de edad -encontrada al lado del cadáver de su hermano en estado de desnutrición y deshidratación-, acudió a realizar las diligencias necesarias con el fin de retirar el cuerpo para darle cristiana sepultura, pero tendrá que esperar unas horas más, mientras se aclara lo que ocurrió. Astudillos Tamaronis tenía data de muerte de aproximadamente 30 días. La hermana fue trasladada al Hospital Vargas, donde se recupera.
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EL NACIONAL / Sucesos
29/11/2003
Murió joven que permaneció un mes al lado del cadáver de su hermano en La Pastora
Sandra Guerrero

Lilian Astudillos falleció debido a una insuficiencia respiratoria en el Hospital Vargas

Lilian Beatriz Astudillos Tamaronis, de 34 años de edad, quien desde el domingo pasado estaba en el servicio de emergencia del hospital Vargas por presentar un cuadro clínico delicado, deshidratación y desnutrición severa, falleció debido a una insuficiencia respiratoria, según trascendió en fuentes policiales. El cadáver fue trasladado a la morgue de Bello Monte donde, además de la autopsia, le realizaron exámenes toxicológicos y otros estudios; después fue entregada a sus familiares. Entre tanto, su hermano, Henry Alejandro Astudillos Tamaronis, de 38 años de edad, aún permanece en la División de Medicina Legal y es posible que el cuerpo sea sepultado hoy. Todavía se desconocen las causas de muerte del técnico electricista. Los hermanos Astudillos Tamaroni vivían solos en el apartamento 22 del piso 2 del edificio Lino ente las esquinas de Avilanes y Los Cardones, de La Pastora. Su madre había muerto hace dos años. Se caracterizaban por ser muy retraídos y por tener poco contacto con sus vecinos quienes tenían aproximadamente un mes que no los veían. Una vecina del primer piso decidió llamar a los Bomberos Metropolitanos, la noche del domingo, pues desde hacía días en el edificio se sentía un mal olor que no sabían de donde provenía. No obstante, esta persona comenzó a percibir que la fetidez procedía del piso de arriba. Cuando los efectivos lograron entrar, hallaron el cadáver del técnico electricista envuelto en una sábana y una cobija, atado en ambos extremos. Estaba rodeado de sal y cuerno de ciervo. El cadáver presentó un aspecto apergaminado. En el piso, boca abajo, encontraron a Lilian Beatriz quien no podía valerse por si misma debido al estado de debilidad que tenía. De inmediato fue llevada al hospital Vargas donde fue atendida en la sala de emergencia. La médico tratante, Begona Barriuso, manifestó que su cuadro clínico era delicado y que cualquier cosa podría pasar, porque la desnutrición era severa. Tenía por lo menos 26 días sin tomar agua. 
El padre, Alejandro Astudillos, quien labora para la Policía de Sucre, y los hermanos mayores de Lilian Beatriz y Henry Alejandro al enterarse del suceso acudieron al centro asistencial y a la morgue. La familia presume que el técnico electricista falleció por causas naturales, debido a que tenía una cardiopatía congénita. 


Los poemas


Nada, ni siquiera la imagen de un cadáver,
 contribuyó a hacernos modestos.

E.M. Cioran
 ( )

Hay cadáveres hermosos,
arraigados al fango con mansa memoria irrefutable.
Cadáveres cuyas falanges son dadivosas
y se parecen a la eternidad.

Lástima que su encuentro
—tan dóciles, tan imperfectamente materiales ellos—
deba sostenerse bajo el doblez
de libros que todo lo prohíben.

«Si un hombre,
reo de delito capital,
ha sido ejecutado y le has colgado de un árbol,
no dejarás que su cadáver pase la noche en el árbol;
lo enterrarás el mismo día,
porque un colgado es una maldición de Dios.
Así no harás impuro el suelo
que Yahveh tu Dios te da en herencia»
(Deuteronomio 21:22)

Un cadáver es lo inmundo, lo inconfesable.
Maldición en la que concluye toda fiesta acusada de dolor.

«El que toque su cadáver quedará impuro hasta la tarde»
(Levítico 11:24).

Y esa larga tarde inadvertida funda una semejanza:
se es aquel que miramos, mientras lo miramos.
Por eso el cadáver debe ser sepultado.
Para que no nos hinque su pútrida y afanosa armadura.
 

( )
 
Hemos sido tantas veces castigados.
Por mirar hacia atrás,
por ventear en el vacío.

El miedo impide permanecer junto a la carne detenida,
respirar un cuerpo que es deserción.

Un cadáver es la conjetura apresurada del pecado.
Amamos un cuerpo,
pero apenas se le asoma la muerte encima,
debemos arrojarlo, olvidarlo.

No importa cuán vasto fue el tiempo de desearlo.

Aquellos que han permanecido junto al cadáver,
insomnes vejados por la niebla,
admitieron el escozor primordial.

Suyo es por siempre el exilio, la brecha,
la imposible coartada.

El cadáver debe volver a la sed,
verter su desierto.

 
( )

Ocurrió en Atlanta
durante los primeros reveces estivales.
Una niña de veintidós meses de edad
pasó al menos cinco días
jugueteando en torno al cadáver descompuesto de su madre.

Miracle es el nombre de la niña.
Milagro su precipicio, su piel desguarnecida.

La policía la halló un domingo en la noche.

El diario Atlanta Journal Constitution
informó que la niña soportó aquella lanceada faena
gracias a unos pocos alimentos que alcanzó de un armario,
no lejos del cadáver del que ya no bramaban caricias.

Lawarna Stevenson, la madre,
murió de suplicio natural, según la autopsia.
La familia advirtió que se ocupaba poco de la niña,
como si semejante queja sustituyese
los improperios de tantas desalojadas horas.

Tras dos días en el hospital,
Miracle, caída del yelmo de futuros infiernos,
fue dada en custodia al padre.


( )

Dos hombres
—Michael Carruth y Jimmy Lee Brooks, según dijo la prensa—
obligaron a Forrest Bowyer y a su hijo de doce años
a subir a un automóvil y los condujeron fuera de su finca,
situada en un plácido paraje de Alabama.

También era domingo.

Después de que Bowyer, de 54 años,
entregara el poco dinero que llevaba,
lo acuchillaron y lanzaron a una fosa a medio herir.

Minutos después Bowyer escuchó disparos.
Pero el sobresalto se afincó aún más
cuando el cadáver de su hijo le cayó encima.
De inmediato grandes paladas de tierra borraron sus frentes.

El alguacil de la zona no precisó
cuánto tiempo estuvo el padre fruncido junto al muchacho,
cuánto silencio entró en sus pulmones.

Desalmado como estaba,
Bowyer consiguió trepar la tumba,
desenterrar al hijo, caminar cuatrocientos metros
y por fin, con los ojos renegridos, gemir.
 

( )
 
En Buenos Aires,
el Jardín de Infantes N° 4
—dentro del Hospital Parmenio Piñero—,
está situado justo al lado de la morgue
y del depósito de residuos patológicos.

Cada mañana,
a la misma hora en que los niños llegan al preescolar,
una furgoneta recoge las desembocaduras de la muerte.

Muchas veces los cuerpos se amontonan,
rajan el aire con su leche somnolienta.

«Mi hijo tiene cuatro años,
al ver las camillas me pregunta:
¿por qué están tapados?, ¿son muertos?»,
contó una de las madres.

Al momento de difundirse el caso a través de la prensa,
el hospital había ofrecido un nuevo terreno
para salvaguardar el alma de los niños
de su perenne indumentaria de formol.


( )
 
Cinco esquelas periodísticas dan cuenta
del martirologio de Lilian Beatriz Astudillos.
Cinco breves notas,
aparecidas en las páginas de sucesos,
traman los acantilados de su presencia.
Su ausencia y su presencia.
Su fin y principio.
Cronología minuciosa y anodina
de un adiós prolongado a la fuerza,
por maldito milagro.

Lo primero que se supo
fue que un hombre momificado había sido hallado
la noche del domingo anterior
en el apartamento 22 del edificio Lino,
situado entre las esquinas
de Avilanes y Los Cardones, en Caracas.
Su nombre era Henry Alejandro Astudillos,
las causas de su deceso desconocidas hasta entonces.
A su lado, acostada boca abajo, con un jadeo venidero,
estaba ella, la hermana.

La conserje sintió un hedor sin oriundez,
como de corteza y ahogo.
Un vecino del primer piso llamó a los bomberos:
cuando penetraron en el apartamento umbroso
se toparon con un cadáver sobre la cama,
envuelto en una manta verde, atado en los extremos,
tapiado de sal y cuerno de siervo.

«La conserje indicó que los hermanos Astudillos»
—narraba la periodista—
«tenían años residiendo en el inmueble.
Hace más de un año murió la madre, de un infarto,
y a la joven la encontraron encima del cadáver.
Dijo que el padre de estos hermanos
se fue del apartamento hace tiempo y que ellos vivían solos.
Al parecer, el progenitor es funcionario policial.
Los Astudillos no eran comunicativos con los vecinos,
pero asistían a las reuniones del condominio
para reclamar sus derechos».

El miércoles la crónica de sucesos
apenas si menciona a la hermana, yerma de hogueras.
Presentaba una cierta mejoría
tras haber soportado casi un mes
de espejismos descolmantes, sin comer ni beber.

Indicaba el reporte que la División de Medicina Legal
esperaba los resultados de una serie de exámenes
practicados al cadáver apergaminado
que hasta entonces nadie había arrancado
del tallo calcinado de la morgue.

Ya el jueves la reseña calcaba con detalles
la situación de la mujer, recluida en la cama 15-A
del servicio de emergencias.
Sólo entonces supimos que tenía treinta y cuatro años,
que una sobrina y un hermano vigilaban su pecho de albatros.
«El martes me le acerqué y me apretó la mano.
Trataba de decirme algo, pero no podía»,
señaló Ángel Flores, hermano mayor,
quien concluyó que Lilian Beatriz
no habría dejado de sufrir
desde que el hermano se hizo traba y letanía.

Los exámenes médicos practicados a la desangelada Antígona
no asomaron trastornos mentales severos ni enfermedad alguna.
Sin embargo, no se oculta que los hermanos
se habían confinado, arrasados, bestiales.
«Siempre fue una muchacha sobreprotegida por mi mamá
y por ello le afectó tanto su muerte.
Ni yo ni nadie podría explicar
porqué se echó a morir junto al cadáver»,
dijo el hermano mayor,
no sin acotar que Henry Alejandro
pudo haber muerto de un infarto
—estaba desesperado, lleno de dudas—
y que Lilian nada tendría que ver con ello.
Era retraída, murmuraban los vecinos:
andaba con los brazos trenzados sobre el pecho.
Jamás encaraba intemperies en soledad.

Concluye el reportero:
«La presunción de muerte natural
también está en la mente de los funcionarios
de la División contra Homicidios.
En este sentido, llama la atención
que no hubo signos de violencia
sobre las cosas ni las personas halladas
y la excelente relación que mantenían los dos hermanos.
Los vecinos coincidieron en asegurar
que durante todo el tiempo que permanecieron encerrados
Lilian y el cadáver de su hermano,
nadie los visitó ni hubo indicio alguno de anormalidad,
excepto el mal olor que, cada vez con mayor intensidad,
emanaba del apartamento».

El viernes el recodo de sucesos,
como intuyendo que no debía diluir
la borrascosa bitácora fraternal,
se limitó a dar cuenta del estado del caso:
«Alejandro Astudillos, padre del fallecido y de Lilian Beatriz,
–encontrada al lado del cadáver
de su hermano en estado de desnutrición y deshidratación–,
acudió a realizar las diligencias necesarias
con el fin de retirar el cuerpo para darle cristiana sepultura,
pero tendrá que esperar unas horas más,
mientras se aclara lo que ocurrió».

Pero el sábado la historia concluyó
con un aullido sin afán,
atalaya de un cántico ardido en su instante:
«Murió joven que permaneció un mes
al lado del cadáver de su hermano».

Una insuficiencia respiratoria, un zarpazo del amor desistido.
Había concluido también el delirio de la parentela,
la ausencia presenciada, el destierro atonal.

«El cadáver fue trasladado a la morgue, donde,
además de la autopsia, le realizaron exámenes toxicológicos
y otros estudios; después fue entregado a sus familiares».

Fin de la historia.
Fin del lector oblicuo, encrestado, que resiste la infidencia.


( )

Un cuerpo se descompone casi dos veces más rápido
en el aire que cuando se halla hincado en el agua.
Y la descomposición en contacto con el aire
es a su vez unas cuatro veces más vertiginosa
que cuando el cuerpo sucede bajo tierra.
La profundidad vierte clemencia en la carne,
resguarda de ciertos pronombres umbilicales.

Las primeras células en fallecer son las neuronas,
las de la piel sobreviven todavía un día mas,
el útero resistirá algunos meses.

No es cierto que las uñas y el cabello continúen alargándose,
por mas hermosos y glaciales que hubiesen sido sus olvidos.

La lengua podría trasmigrar de la boca,
el licor de los pulmones ser expulsado por todos los ojales.

En el estómago surgen bacterias
que no aguardan los triunfos del funeral;
el páncreas cumple el augurio de devorarse a sí mismo.

También en su última mansedumbre
el cuerpo desprende gases verde azulados,
insolencias exageradas para un talle
que se ha dado al goteo de la infamia.

Pero no sólo arremeten huestes domésticas:
moscardones y gusanos acuden al llamado.

¡Pobre carne parda, reiterada de ayer,
supurando ínfimas conclusiones!

Pasado un año, apenas quedan esqueleto y dentadura,
con alguna traza de tejido aferrada.
Y una lágrima de los deudos —sólo una—,
sulfurosa, venerante.

Los huesos demoran aún medio siglo en hacerse minucia.

La sospecha de la carne no es térrea, pero alude.
Su cintura es interior,
su albura maltraída del miedo.
Por eso no se nombra aquí el alma,
ese murciélago transitorio que anida en el salitre,
que truena por imprudente en las astas del pecho,
queriendo vapulear lo que niega,
hundir el celo madrugado en el foso.

¿Tanto ha de fustigarse el cuerpo en su partida?
¿Cómo rehacer la longitud de su tirana inmovilidad?
Pareciera que apuesta a una futura belleza,
a la contradicción de los goces.

Conjuro, miasma extendida en un tendal.
Eso hemos sido. Eso seremos.
Lo que no vemos y se gangrena,
lo que admitimos con palabrones de cal.
Ceremonia desvaída, de nuevo y siempre.
Tragedia que alivia los deberes de la eternidad.


A Horacio Vázquez Rial